Era una mañana de primavera. Como todos los jueves decidí salir a dar un paseo al campo. Era mi día libre. Mi día de libertad. El que yo había elegido.
Pronto mis pasos fueron abandonando el trasiego urbano de inmuebles y ruidos y me fui adentrando apaciblemente por una pequeña senda hasta ahora desconocida para mí y llegué a un lugar que parecía encantado por su tranquilidad, donde la naturaleza, ella y yo, estábamos solos. Podíamos meditar, hacer o no hacer… gritar o susurrar…
En el cielo se extendía todo un mosaico de nubes y, entre ellas, una destacaba gris y plateada. ¡Qué extraño! No amenazaba lluvia ni tormenta, sino paz. Y dejaba pasar algunos rayos del tímido sol de la mañana. Me reconfortó mirarla.
Los lirios silvestres amarillos y verdes coloreaban aquel paisaje, pero, curiosamente, donde más había era en los pies quietos y robustos de una encina, sólo de una, de la que no sabría decir su edad. Allí se unían la sombra de una hermosa copa, la luz y el color, además de un abanico de fragancias y aromas de primavera. Era una encina abierta, sin podar, pero… le faltaba una rama. Alguna hormiga tímidamente recorría su bello tronco. En lo más alto de su frondosidad, entre sus grandes y pobladas ramas, anidaban las más diversas aves: ruiseñores, petirrojos, y… una cigüeña, sí, una cigüeña esbelta, seria con la seriedad que le da el saberse importante en la leyenda del origen de la vida o quizás, por su perspectiva… No sé. De pronto, al girar la encina, me sorprendí, ¿qué era eso? ¿Qué flotaba en el aire pesado y ágil al tiempo?
No puede ser, no puede ser, me dije… Era una ventana, una ventana de madera suspendida por un arte desconocido para mí. Y lo comprendí todo… Aquella rama que le faltaba a la encina, tal vez ella misma, la había utilizado para crearla y me la había regalado porque sabía que yo no tenía ventanas…
Pronto mis pasos fueron abandonando el trasiego urbano de inmuebles y ruidos y me fui adentrando apaciblemente por una pequeña senda hasta ahora desconocida para mí y llegué a un lugar que parecía encantado por su tranquilidad, donde la naturaleza, ella y yo, estábamos solos. Podíamos meditar, hacer o no hacer… gritar o susurrar…
En el cielo se extendía todo un mosaico de nubes y, entre ellas, una destacaba gris y plateada. ¡Qué extraño! No amenazaba lluvia ni tormenta, sino paz. Y dejaba pasar algunos rayos del tímido sol de la mañana. Me reconfortó mirarla.
Los lirios silvestres amarillos y verdes coloreaban aquel paisaje, pero, curiosamente, donde más había era en los pies quietos y robustos de una encina, sólo de una, de la que no sabría decir su edad. Allí se unían la sombra de una hermosa copa, la luz y el color, además de un abanico de fragancias y aromas de primavera. Era una encina abierta, sin podar, pero… le faltaba una rama. Alguna hormiga tímidamente recorría su bello tronco. En lo más alto de su frondosidad, entre sus grandes y pobladas ramas, anidaban las más diversas aves: ruiseñores, petirrojos, y… una cigüeña, sí, una cigüeña esbelta, seria con la seriedad que le da el saberse importante en la leyenda del origen de la vida o quizás, por su perspectiva… No sé. De pronto, al girar la encina, me sorprendí, ¿qué era eso? ¿Qué flotaba en el aire pesado y ágil al tiempo?
No puede ser, no puede ser, me dije… Era una ventana, una ventana de madera suspendida por un arte desconocido para mí. Y lo comprendí todo… Aquella rama que le faltaba a la encina, tal vez ella misma, la había utilizado para crearla y me la había regalado porque sabía que yo no tenía ventanas…
pi-aio
(continuará)
(continuará)
2 comentarios:
Como la ventana de Meli...que tras ella se ve un mundo lleno de vida...Seguiré tu relato.
Que bonito depaco, la rama de la encina que fabrica una ventana hacia un más allá lleno de esperanzas.
Un abrazo.
Publicar un comentario