Estaba anocheciendo cuando llegaron mi padre y mi hermano, arrastrando los pies de cansancio, a la puerta de la casa. Yo al oír sus pisadas, que conocía perfectamente, salí corriendo y de un salto me subí a los brazos de mi padre, que riendo me sujetó y me dijo: “Hola, hijo, qué grande estás, pronto no podré contigo”. Me dio un beso en la mejilla y yo olí su olor a sudor, ese olor que tenían los hombres después de estar todo el día en el campo.
Como siempre cogí el talego de mi padre y entré a casa corriendo para llevarlo a la cocina, donde estaba mi padre terminando de preparar la cena. Abrí la bolsa de tela y saqué los restos de comida que traían mi padre y mi hermano: un trozo de pan duro, un poquito de queso liado en un papel y una naranja. Yo buscaba el trocito de morcilla para comérmela, pero hoy no venía, así que pensé que se la habían comido y no me habían guardado a mí que tanto me gustaba.
Cuando mi padre entró a la cocina después de haberse lavado y cambiado de ropa, todos nos sentamos alrededor de la mesa: mi hermano de doce años, mi hermana de siete, mi madre y yo, que era el más pequeño pues sólo tenía cinco años.
En el centro de la mesa había una maceta de gazpacho migado con pan y al lado una fuente de papas fritas. Todos fuimos cogiendo patatas y unas cucharadas de gazpacho. Estaba muy bueno. Lo había hecho mi madre con el amor que ella ponía para hacer el gazpacho que tanto gustaba a mi padre. Todas las noches de verano cenábamos lo mismo.
Cuando terminamos nos fuimos a dormir ya que estaba muy oscuro y no podíamos estar sin luz para alumbrarnos, además de que mi padre y mi hermano estaban muy cansados.
Mi hermano se acostaba en una cama hecha en la calle de paja, porque así estaba más fresco. Antes de irse para acostarse le dijo a mi padre: “Papa, mañana no quiero ir.” Y mi padre, con voz cansada a pesar de ser un hombre joven, le contestó: “Anda, hijo, acuéstate y descansa. Mañana iremos a donde nos mande el señorito”. “Pero, yo no quiero ir a cazar conejos. No quiero matar más conejos”. “Acuéstate, hijo. Iremos a donde nos manden”.
Yo me acostaba en una cama pequeña que había en el cuarto de mis padres. Me acostaba con mi hermana y siempre nos peleábamos antes de dormir y mi madre nos tenía que reñir. Aquella noche me dijo mi hermana susurrando: “Como te mees esta noche, mañana te corto la picha”. Yo no contesté, pero me puse las manos entre las piernas y encogido me volví de espaldas a ella. Así me dormí.
No sé cuánto tiempo había transcurrido desde que nos acostamos pero de pronto me despertó la mano de mi hermana tapándome la boca mientras me abrazaba. Yo no sabía qué pasaba pero sentí voces en la calle. Voces de hombres y la voz de mi madre que gritando decía: “No os los llevéis, que ellos no han hecho nada. A mi hijo, no, que sólo es un niño. No os lo llevéis, por favor”. Mi madre gritaba y lloraba.
Mi hermana y yo permanecimos abrazados en la cama sin movernos, casi sin respirar, y empezamos a llorar también. ¿Quiénes se llevaban a mi padre y a mi hermano? ¿Por qué se los llevaban y mi madre lloraba? ¿A dónde los llevaban?
Al poco rato entró mi madre en el cuarto sonándose la nariz. Los hombres se habían marchado pues no se oía a nadie en la calle. Ella se acercó a nuestra cama, nos arropó y nos besó. No dijo nada. Nosotros tampoco.
Aún era de noche cuando mi madre nos despertó a mi hermana y a mí. Nos dijo que nos vistiésemos que íbamos a ir a casa de nuestra abuela. Nos dio unas bolsas hechas de tela a cada uno y ella se colgó un gran bulto a la espalda. En los bolsillos nos metió un trozo de pan y otro de queso y sin darnos más explicaciones nos cogió de la mano y empezamos a andar. Apenas se veía el camino, pues aún no había amanecido y la noche había sido muy oscura ya que ni la luna había salido.
Yo fui todo el camino agarrado a la mano de mi madre, mas bien ella tiraba de mí. Sólo paramos una vez a la sombra de una encina para comernos el pan y el queso. Yo tenía mucha sed y ella me dio agua de una cantimplora de plástico que mi padre me trajo como regalo un día que fue a una feria. Estando sentados en el suelo, a la sombra de la encina, mi hermana se atrevió a preguntar: “Mama, ¿a dónde se han llevado a papa y al nene?”. Mi madre se encogió de hombros y sin decir una palabra empezó a llorar. Nosotros la abrazamos y ya no volvimos a pronunciar ni una palabra.
Estaba anocheciendo cuando llegamos a casa de mi abuela, que estaba a las afueras de un pueblecito muy pequeño. La puerta estaba abierta y sin llamar entramos. Mi abuela estaba en la cocina pelando patatas cuando nos vio aparecer. Al ver a mi madre con el bulto a la espalda y a mi hermana y a mí cogidos de su mano, se puso de pie de un salto, tiró el cuchillo y corrió a abrazarnos. Como íbamos sucios por el polvo del camino y el sudor, nos mandó al patio donde había unos cubos con agua para que nos laváramos las manos y la cara antes de darnos de comer.
Mientras mi hermana y yo estábamos en el patio escuchamos hablar a mi madre y a mi abuela en la cocina. Mi madre decía: “Mama, se los han llevado y los han matado. Y ellos no han hecho nada. Ellos hicieron lo que les mandó el señorito, que mataran muchos conejos para la fiesta que iban a hacer. ¡Ay, mama, qué pena más grande!”
Y mi abuela con una voz llena de pesar y tristeza le dijo: “Llora, hija, llora, que los pobres no tenemos más que eso, lágrimas” Y mi madre emitió un grito de dolor, arrancado del corazón, que me recordó al del cochino cuando mi padre le clavaba el cuchillo en el cuello para matarlo y hacer la matanza.
De nuevo mi hermana y yo nos abrazamos y empezamos a llorar. Nosotros también repetíamos: “Si no han hecho nada, si sólo fueron a cazar conejos”…
Yo no entendía nada, pero en aquel momento me di cuenta que nunca más volvería a abrazar a mi padre, ni volvería a jugar a pillar con mi hermano.
Conral, 24-05-08
Como siempre cogí el talego de mi padre y entré a casa corriendo para llevarlo a la cocina, donde estaba mi padre terminando de preparar la cena. Abrí la bolsa de tela y saqué los restos de comida que traían mi padre y mi hermano: un trozo de pan duro, un poquito de queso liado en un papel y una naranja. Yo buscaba el trocito de morcilla para comérmela, pero hoy no venía, así que pensé que se la habían comido y no me habían guardado a mí que tanto me gustaba.
Cuando mi padre entró a la cocina después de haberse lavado y cambiado de ropa, todos nos sentamos alrededor de la mesa: mi hermano de doce años, mi hermana de siete, mi madre y yo, que era el más pequeño pues sólo tenía cinco años.
En el centro de la mesa había una maceta de gazpacho migado con pan y al lado una fuente de papas fritas. Todos fuimos cogiendo patatas y unas cucharadas de gazpacho. Estaba muy bueno. Lo había hecho mi madre con el amor que ella ponía para hacer el gazpacho que tanto gustaba a mi padre. Todas las noches de verano cenábamos lo mismo.
Cuando terminamos nos fuimos a dormir ya que estaba muy oscuro y no podíamos estar sin luz para alumbrarnos, además de que mi padre y mi hermano estaban muy cansados.
Mi hermano se acostaba en una cama hecha en la calle de paja, porque así estaba más fresco. Antes de irse para acostarse le dijo a mi padre: “Papa, mañana no quiero ir.” Y mi padre, con voz cansada a pesar de ser un hombre joven, le contestó: “Anda, hijo, acuéstate y descansa. Mañana iremos a donde nos mande el señorito”. “Pero, yo no quiero ir a cazar conejos. No quiero matar más conejos”. “Acuéstate, hijo. Iremos a donde nos manden”.
Yo me acostaba en una cama pequeña que había en el cuarto de mis padres. Me acostaba con mi hermana y siempre nos peleábamos antes de dormir y mi madre nos tenía que reñir. Aquella noche me dijo mi hermana susurrando: “Como te mees esta noche, mañana te corto la picha”. Yo no contesté, pero me puse las manos entre las piernas y encogido me volví de espaldas a ella. Así me dormí.
No sé cuánto tiempo había transcurrido desde que nos acostamos pero de pronto me despertó la mano de mi hermana tapándome la boca mientras me abrazaba. Yo no sabía qué pasaba pero sentí voces en la calle. Voces de hombres y la voz de mi madre que gritando decía: “No os los llevéis, que ellos no han hecho nada. A mi hijo, no, que sólo es un niño. No os lo llevéis, por favor”. Mi madre gritaba y lloraba.
Mi hermana y yo permanecimos abrazados en la cama sin movernos, casi sin respirar, y empezamos a llorar también. ¿Quiénes se llevaban a mi padre y a mi hermano? ¿Por qué se los llevaban y mi madre lloraba? ¿A dónde los llevaban?
Al poco rato entró mi madre en el cuarto sonándose la nariz. Los hombres se habían marchado pues no se oía a nadie en la calle. Ella se acercó a nuestra cama, nos arropó y nos besó. No dijo nada. Nosotros tampoco.
Aún era de noche cuando mi madre nos despertó a mi hermana y a mí. Nos dijo que nos vistiésemos que íbamos a ir a casa de nuestra abuela. Nos dio unas bolsas hechas de tela a cada uno y ella se colgó un gran bulto a la espalda. En los bolsillos nos metió un trozo de pan y otro de queso y sin darnos más explicaciones nos cogió de la mano y empezamos a andar. Apenas se veía el camino, pues aún no había amanecido y la noche había sido muy oscura ya que ni la luna había salido.
Yo fui todo el camino agarrado a la mano de mi madre, mas bien ella tiraba de mí. Sólo paramos una vez a la sombra de una encina para comernos el pan y el queso. Yo tenía mucha sed y ella me dio agua de una cantimplora de plástico que mi padre me trajo como regalo un día que fue a una feria. Estando sentados en el suelo, a la sombra de la encina, mi hermana se atrevió a preguntar: “Mama, ¿a dónde se han llevado a papa y al nene?”. Mi madre se encogió de hombros y sin decir una palabra empezó a llorar. Nosotros la abrazamos y ya no volvimos a pronunciar ni una palabra.
Estaba anocheciendo cuando llegamos a casa de mi abuela, que estaba a las afueras de un pueblecito muy pequeño. La puerta estaba abierta y sin llamar entramos. Mi abuela estaba en la cocina pelando patatas cuando nos vio aparecer. Al ver a mi madre con el bulto a la espalda y a mi hermana y a mí cogidos de su mano, se puso de pie de un salto, tiró el cuchillo y corrió a abrazarnos. Como íbamos sucios por el polvo del camino y el sudor, nos mandó al patio donde había unos cubos con agua para que nos laváramos las manos y la cara antes de darnos de comer.
Mientras mi hermana y yo estábamos en el patio escuchamos hablar a mi madre y a mi abuela en la cocina. Mi madre decía: “Mama, se los han llevado y los han matado. Y ellos no han hecho nada. Ellos hicieron lo que les mandó el señorito, que mataran muchos conejos para la fiesta que iban a hacer. ¡Ay, mama, qué pena más grande!”
Y mi abuela con una voz llena de pesar y tristeza le dijo: “Llora, hija, llora, que los pobres no tenemos más que eso, lágrimas” Y mi madre emitió un grito de dolor, arrancado del corazón, que me recordó al del cochino cuando mi padre le clavaba el cuchillo en el cuello para matarlo y hacer la matanza.
De nuevo mi hermana y yo nos abrazamos y empezamos a llorar. Nosotros también repetíamos: “Si no han hecho nada, si sólo fueron a cazar conejos”…
Yo no entendía nada, pero en aquel momento me di cuenta que nunca más volvería a abrazar a mi padre, ni volvería a jugar a pillar con mi hermano.
Conral, 24-05-08
9 comentarios:
me ha encantado este relato, conchi! cuánta injusticia e impotencia! gracias a dios que ha mejorado la situación aunque todavía podría hacerlo más. un abrazo. alicia
Hola Conchi, he leído tu relato y me ha impactado por su contexto y a mi parecer por lo bien contado.
“Los conejos”. Además de cumplir órdenes, buen pretexto para culparlos de algo.
Como tantas historias escuchadas a lo largo de los años, muy similares todas, te deja el estómago un poco revuelto imaginando la escena. Lo bien que describes con detalles el modo de vivir aquellos años que cada uno vivió en un entorno diferente, a su manera, pero muy parecidos por no decir iguales.
Somos muchos los que tenemos escritos guardados y que poco a poco irán viendo la luz
Un abrazo
Kety
Sigue escribiendo, será un placer leerte.
Te felicito Conralita, todo lo haces bien, relatas bien, escribes buenos poemas, pintas bien, haces buenas artesanías, sabes reciclar, todo, todo lo haces bien.
Mis felicitaciones y sabes que te extraño. Tienes un lugar que te está esperando, ya lo sabes.
Te mando un besote.
Sinkuenta, gracias por venir y leer este relato. No he escrito mucho, así que soy primeriza, pero con él quise recordar historias que oí cuando era pequeña, de situaciones que habían pasado en nuestros pueblos. Como tú dices menos mal que mejoró mucho la vida!
Kety, muy agradecida por tu comentario, pues tú escribes y sabes que a veces no encontramos las palabras adecuadas. Yo soy novata, pero me estoy animando al leerte a ti, a Sinkuenta y a otras más. A ver qué pasa...
Eduardo, amigo, me miras con muy buenos ojos. Te agradezco esas palabras llenas de cariño. Este relato es un pequeño homenaje-recuerdo de muchos hombres y niños, que trabajaban como hombres, que fueron matados en Andalucía. Parecerá increible pero fue así.
Un abrazo para tod@s.
Conchi
Conchi, cariño... que relato más bonito y real, cuantos nos hemos sentido reflejados en relatos como este. Cuando se llevaban a la gente sin explicaciones y los mataban sin explicación ninguna.
Me encantó, sigue escribiendo que lo haces muy bien
Besos
Jerusalem, sabes que lo que cuento pasó en nuestra tierra. Es nuestra memoria histórica que no debemos olvidar todavía. Habrá que seguir escribiendo, leyendo y compartiendo para que superando aquellos horrores no volvamos a cometerlos.
Un abrazo y gracias por tu tiempo.
Conchi
felicidades y gracias conchi, por contar estas historias de tu pueblo, sufridor, !pero muy alegre! Los señoritos, los terratenientes, los caciques, las fuerzas fácticas en otras épocas (por siglos diria yo) sobre todo en las zonas rurales, eran el poder por encima de los alcaldes (puramente testimonial) y de las fuerzas del orden que normalmente se ponian a su servicio. La cuentacuentista que cuenta bien un cuento buena cuentacuentista es !vale! un beso
Conchi, la que es novata soy yo.
me alegro mucho que conectemos con nuestros escritos.
Un abrazo
Nada de eso, la novata soy yo, pues me he quedado con la boca abierta sin respirar siquiera amedida que mi ordenador me iba leyendo. Pues la primera parte me ha hecho revivir mi infancia cuando mi padre me guardaba parte de su comida y que yo, a su regreso a la casa le recibía con los brazos abiertos y después buscaba en la cesta, ¡y que bueno estaba lo que él me guardaba!. La segunda parte cuando se los llevan, por suerte yo no viví nada de eso, pero sí lo he oído muchas veces contar a mis mayores, pero aún sabiendo lo que era aquello en aquella época, hoy casi hansalido las lágrimas y me he sentido impotente. ¡Parecía que estaba leyendo un libro! ¡Pero por suerte todo eso ya pasó a la historia!. sigue escribiendo esas historias, pero si puede ser más alegres, que aquí estamos para leerte.
Un abrazo.
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